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Cuando los gorriones se bañan en un charco, las lluvias están cerca; si de repente aparecen muchas libélulas, es que el levante no tardará en llegar; y basta con observar la dirección en la que las avispas hacen la entrada a sus nidos para adivinar que, al año siguiente, los vientos predominantes soplarán justo en sentido contrario. Las previsiones meteorológicas están escritas en estampas cotidianas, como el vuelo de los vencejos o el discurrir de las hormigas. Nada es arbitrario, todo tiene su significado y lo saben bien los hombres del campo que, sentados en una piedra, dirigen su mirada hacia las nubes para saber qué les deparará el tiempo. Sus mentes procesan cada señal que observan día tras día y así juegan a adivinar si lloverá o no, cómo soplará el viento o cuánto de lejos está la temida sequía o incluso si la cosecha será buena según el nacimiento de las primeras plantas.

La imagen de estos hombres de mirada perdida se ha repetido durante miles de años en todas las tierras del mundo, y todavía hoy, en los 24 primeros días del mes de agosto, estos sabios buscan el contacto con la naturaleza para interpretar mensajes que la inmensa mayoría de la sociedad ignora y que descifran en un código llamado Cabañuelas.

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